Copacabana el espejo roto de Colombia
- Hablemos Copacabana
- 12 jun
- 4 Min. de lectura
Seguimos caminando —o arrastrándonos— por el sendero del odio. Enredados como enredaderas secas en la maraña de la envidia, cómodamente instalados en la rutina de elegir el camino más fácil. Un camino sembrado de indiferencia, donde las piedras no son obstáculos, sino excusas. Vivimos sin medir nuestras acciones, sin peso en la conciencia. Y lo más grave: callamos justo cuando deberíamos gritar con la garganta abierta de la verdad.
Mientras terminaba el trabajo de fin de semestre con mis compañeros, los temas pasaban como sombras frente a mis ojos, y en mi mente surgía, irrefrenable, la necesidad de continuar empuñando la pluma —esa arma de los que no portamos fusil—. Pensé en contarles mi historia, desnudarme en palabras, para que después no digan en redes que escribo de los demás porque no tengo nada que decir sobre mí. Pero eso lo dejo para otro día. Hoy, el dolor aprieta más que el ego.
Me duele el país. Me duele la región. Y, sobre todo, me duele Copacabana.
La inseguridad no llegó de golpe. Se deslizó como la niebla, lenta y silenciosa, hasta cubrirlo todo.
En Copacabana, los hurtos ya no sorprenden: un día son personas, otro motos, luego autos, después casas. Los delincuentes no improvisan, ensayan. El “modus operandi” se ha convertido en una especie de coreografía criminal, una danza siniestra que se repite con diferentes máscaras. Solo hace falta abrir las redes sociales para ver un museo del espanto: bicicletas robadas, carros hurtados, motocicletas extraviadas… historias que ya no indignan, sino que resignan. La costumbre es el peor de los verdugos.
Pero esto no es solo robo. Es violencia contra la mujer. Es feminicidio disfrazado de accidente. Es acoso sexual en entornos donde nuestros hijos deberían estar seguros, no vulnerables. Es el asesinato de una joven que trabajaba con valentía como conductora de plataforma, cuya vida fue silenciada con una crueldad que hiela. Son niñas acosadas en las escuelas, niños abusados en silencio. Es un grito atrapado en el pecho de una comunidad entera.
Copacabana es hoy un libro abierto de historias repetidas.
Calles inseguras. Aceras que se transforman en camas improvisadas para quienes no tienen más que su aliento como cobija. Personas en situación de calle, muchas de ellas desplazadas por "limpiezas sociales" que no hacen limpieza, sino despojo.
Y mientras tanto, la institucionalidad sigue repitiendo su libreto: los mismos videos, los mismos “positivos”, los mismos datos fríos que se exhiben como trofeos en una vitrina vacía. Pero en las veredas, en los barrios, no hay redes de apoyo. No hay programas robustos de prevención. Hay promesas… y hay olvido.
Copacabana no es una excepción. Es un espejo. Y no cualquier espejo: uno roto. Uno que refleja los pedazos dispersos de una Antioquia que también sangra.
Antioquia —ese departamento que a veces parece cargar con todo el drama nacional— sigue enterrando a sus policías, a sus soldados, a sus mujeres, a sus niños, a sus líderes. Las estructuras criminales se camuflan entre discursos, algunas con rostro político, otras con armas, pero todas con la misma sed: silenciar.
Incluso la fuerza pública se ha convertido en blanco. Ya nadie está seguro. Ni quien protege ni quien clama por protección.
Y mientras tanto, los noticieros giran como trompos entre la polarización y la superficialidad. Los partidos políticos juegan a la guerra de trincheras. Unos gritan “¡Cambio!”, otros claman “¡Orden!”, pero pocos —muy pocos— preguntan:
¿Cambio para quién? ¿Orden para qué? ¿Poder… para quién?
Si la respuesta viniera del ciudadano de a pie, ese que se gana la vida en una esquina, en una moto, en un bus lleno de miedo y esperanza, sería clara y punzante:Poder para transformar.Poder para construir.Poder para tejer comunidad.Poder para garantizar una vida digna.
Colombia se mira al espejo y no se reconoce.
Ve fronteras invisibles que parten barrios enteros. Carreteras que ya no conducen, sino que aíslan. Ver pueblos donde la ley del silencio manda, y donde la violencia tiene nombre, rostro, y hasta apodo.
La seguridad, esa palabra que tanto repiten desde los micrófonos, se ha convertido en sombra. Una sombra que se extiende desde los corregimientos desplazados hasta los pasillos fríos de un Congreso ensimismado, más preocupado por el discurso que por la acción.
Vivimos en una sociedad que ha hecho de la ética un accesorio. Que habla de valores mientras los esconde bajo la alfombra. Que justifica la barbarie con frases como “algo debió haber hecho” o “se metió en lo que no debía”. Hemos normalizado lo anormal. Callamos por miedo, o peor aún, por costumbre.
Lo que le pasó a Miguel, a Mariana, al patrullero, a esa madre cabeza de hogar, a ese niño abusado... no son anécdotas: son síntomas.
Síntomas de una enfermedad moral que nos está carcomiendo como óxido.Síntomas de un Estado ausente, o peor, ciego.
Como decía mi abuela: “el respeto se construye con respeto”.Y yo agrego: la seguridad se construye con dignidad.Con Estado presente, no en la inauguración de placas, sino en la transformación del tejido social. Con políticas que no se dicten desde el balcón, sino desde la calle. Desde el abrazo. Desde la escucha. Desde el encuentro.
Esta no es solo una denuncia.Es un llamado. Es un tambor. Es una marcha.A romper las cadenas del odio.A reconocernos en nuestras diferencias.A mirar al otro como un igual, no como un enemigo.
Copacabana, Antioquia, Colombia…Estamos a tiempo. A tiempo de mirarnos en el espejo, aunque esté roto, y reconocer que la vida vale más que cualquier ideología.
Que la esperanza no muere sola: la asesinan cada vez que la ignoramos.
Por: Sebastian Sandoval
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